La Sierra de la Demanda está salpicada por pintorescos pueblos que con frecuencia tienen una sana rivalidad que resulta en una afanosa competencia por conseguir los balcones mejor floridos, las calles más limpias y arregladas, las casas mejor restauradas o las nuevas edificaciones con mejor gusto. Este encomiable esfuerzo convierte a estos pueblos en lugares donde el tiempo queda suspendido, el silencio reconforta los sentidos y llena de paz interior al viajero que sólo tiene que recrear su vista en la belleza natural que se le presenta ante sus ojos, pasear por las pacíficas calles y en suma, disfrutar del encanto genuino que sólo se puede encontrar en estos pueblos de montaña.
Entre ellos, los más cotizados por el turismo son como es natural, los que se asientan en lo más alto de la Sierra, donde se puede sentir un verdadero aislamiento y ese contacto directo con la Naturaleza más salvaje, espléndida y a veces, peligrosa. Son una veintena aproximadamente, de pueblos y aldeas de montaña, las joyas de La Demanda. Hoy, les voy a contar algo del pueblo de al lado del mío, el antiguamente industrioso y emprendedor Barbadillo de Herreros.
Como indica su nombre, es un pueblo que estuvo muy relacionado con la incipiente industria del hierro en La Demanda. Barbadillo tuvo ferrería mucho antes que localidades del País Vasco como Legazpia, que tanto presumen de su tradición industrial. Sin embargo, a pesar de haber sido pioneros, la industria del hierro finalmente no prosperó en Barbadillo como lo hizo en Vizcaya o Guipúzcoa. El hierro de La Demanda, a pesar de existir en abundancia, se encuentra en vetas diseminadas aquí y allá, de manera que su explotación no resultó rentable. Se hicieron numerosas catas, pero jamás se llegó a extraer hierro en La Demanda. A pesar de todo, se hicieron grandes obras de ingeniería, como el célebre ferrocarril minero que hoy es una solicitada vía para bicicletas. Aún se pueden ver las impresionantes rampas de carga previstas para la mina de Gallén en Riocabado. También la bocamina y una vagoneta de la época. Para acabar de arreglar las cosas, la fuerte competencia del Norte, con su hierro de excelente calidad y buen precio, hizo que resultara poco rentable el negocio y finalmente, las ferrerías de La Demanda cayeron en el abandono y el olvido. El alto horno de Barbadillo de Herreros se apagó para siempre. Aún quedan los restos de su pabellón. Se pueden admirar las instalaciones de la antigua ferrería con su horno de calcinación, restauradas para el turismo, y poco más.
El ferrocarril tuvo una inauguración bastante chusca: al cortarse la cinta tras las debidas bendiciones y aspersiones de agua bendita, la máquina se puso en funcionamiento entre chorros de vapor y pitos de sirena. Al iniciar la marcha con majestuosa lentitud, rumbo a Arlanzón, un vecino se acercó demasiado a aquel prodigio mecánico nunca visto por aquellos lares y quedó atrapado bajo las enormes ruedas motrices. Murió en el acto, como es de suponer. Mal principio tuvo aquello. Parecía que las Furias se hubieran aliado para atraer todas las desgracias posibles contra los emprendedores de la zona.
Barbadillo de Herreros posee también una amplia plaza con una estela del Ayuntamiento de San Sebastián, que tiene ciertos convenios con el pueblo. En esta plaza se encuentra la Casa Consistorial que sorprende por su tamaño y arquitectura. Y es que Barbadillo tenía también su importancia administrativa. Así que se construyó este edificio de tres plantas y sobrado, de severo estilo institucional, con toda la apariencia necesaria para el debido decoro inherente a su función. En su día, también incluía el temible cuartelillo de la Guardia Civil, con sus despachos y sus salas de interrogatorios que tan eficientes debieron ser en aquella dura Posguerra de la que tanto había oído hablar. Entonces, la Benemérita era otra cosa completamente distinta a la que es hoy día, como lo eran todos los cuerpos represivos del recién instaurado Régimen de Franco, que aterrorizaban a la población. Hoy día, en el amplio salón de la planta baja, la juventud local tiene su lugar de reunión, donde hay siempre buen ambiente para el que acuda con ganas de estar entre amigos, con música ambiente y barra bien surtida.
Un día, acompañé a Carlis, el de la Carmen, a este Ayuntamiento, a realizar alguna gestión relacionada con las explotaciones agropecuarias familiares. Lo habitual para todo el que tenía agricultura o ganadería, o ambas cosas, que es a lo que mayormente se suelen dedicar los que habitan todo el año en los pueblos de la zona y es a lo que se dedicaba entonces esta excelente familia. Yo estaba encantado con la idea de visitar el interesante y evocador edificio, con sus gruesos muros castellanos y ese aspecto de película de la Guerra Civil que hacía que uno viajase en el tiempo. Viendo mis intenciones turísticas y para evitar que metiese la pata con mi desparpajo, lo que era harto frecuente que hiciera por aquel entonces, antes de entrar, me advirtió: "aquí respeto, que es un Ayuntamiento ¿eh?".
Subimos la escalinata rumbo a los despachos, pero al llegar a la primera planta, no fuimos directamente al despacho del Secretario, sino que nos desviamos por uno de los pasillos. El siempre prudente Carlis, entonces, me señaló con un ademán de la cabeza una habitación con la puerta abierta y, conocedor de la tendencia irrefrenable a la insolencia de la que solía hacer gala con demasiada frecuencia, me hizo una seña de guardar absoluto silencio poniendo el índice sobre sus labios. Su cara estaba más seria de lo habitual y sus ojos azul claro miraban fijamente los míos, deteniendo cualquier impulso arrebatado que pudiera tener e imponiendo la más absoluta discreción. Algo muy importante quería decirme para ponerse tan misterioso e intrigante.
-¿Qué?- susurré en voz baja de manera que sólo nos oyéramos entre nosotros dos.
-Ahí mataron a tu abuelo.
Por una vez, me callé. Cualquier cosa que hubiera dicho entonces me hubiera sonado como una verdadera estupidez. Y lo hubiera sido. Pasaron unos segundos de silencio como aire helado entre los dos. Finalmente asentí con la cabeza y Carlis, noble como siempre, me dió una palmada amistosa en el hombro. En muchos aspectos, a pesar de su edad, Carlis ya era un hombre.
-Espera aquí si quieres, pero no digas nada a nadie. Si te preguntan, no digas quién eres, dí que me estás esperando-. Y se fue a sus gestiones con el Secretario de turno.
Entré en la habitación que había sido el despacho de interrogatorios donde torturaron hasta la devastación a aquel hombre bueno durante interminables días, tratando de aprehender algún vestigio que hubiese quedado del funesto pasado, por leve que fuera, pero no había nada: ni una silla, ni mesa, ni un retrato, fotografía enmarcada o huella en la pared encalada, ya grisácea. Ni siquiera ningún olor. Hacía frío allí dentro, o quizás me lo pareció. El tiempo se había detenido allí, encerrando para siempre entre el secreto de los gruesos muros de mampostería tanto dolor humano de las personas represaliadas que tuvieron que visitar para su desgracia aquella siniestra habitación. Una habitación que no se usaba ni de almacén, que se mantenía barrida y en estado de pulcritud pero a la que no se le quería dar ningún uso. El sol del verano se colaba entre los portillos entreabiertos, trazando una línea de silenciosa luz en el aire fresco y diáfano de la Sierra.