lunes, 9 de junio de 2014

El trillo

Hacia mediados de Agosto, se iniciaba la trilla de las mieses acumuladas  en las heras. Cada familia tenía sus montones de centeno y cebada, almacenados en pisos de gavillas. Algunos conseguían levantar unas torres de mies con un volumen notable, piso tras piso de gavillas, cubiertas por luengos plásticos para evitar el enemigo más temido en época de trilla: una lluvia a destiempo que mojase la mies y por fermentarse esta debido a la humedad, echase a perder la cosecha que tanto trabajo había costado.
Camino de El Duengo. Foto Javier García García. 
http://www.riocavadodelasierra.site90.com/Galerias.htm

No era fácil cosechar, una dura faena que se hacía a base de brazos y corte de hoz. Pero durante el tiempo de cosecha y trilla, la gran casa de mi abuela parecía una fiesta: llegaban algunos jornaleros que eran contratados todos los años y además se reunía toda la familia que se asociaba para este menester a otras familias. Con mi abuela, trillaba la familia de Cheles que ponía su par de magníficos caballos blancos. En el amplio comedor de la casa, se juntaban todos alrededor de la mesa y el ambiente era bullicioso y animado. Para completar el cuadro, la taberna en la planta baja estaba a tope de clientes al ser el apogeo del veraneo. El jaleo era fenomenal. En la taberna los veraneantes presumían de lo que no eran, con las apariencias que les permitían sus mal ganados salarios en la ciudad, que terminaban en un alto porcentaje en la caja de mi abuela, vino tras vino y cubata tras cubata, y se hacían el chulo todo lo que podían, fumando tabaco rubio, hablando en voz cada vez más alta en proporción al alcohol ingerido, jugándose los cuartos al tute y al subastado, al mus y a los montones. Allí uno entraba obrero y salía presumiendo de jefe de sección, de ahí para arriba.

En el comedor mientras tanto, se hacían planes, se hablaba del reparto en fanegas, de la cantidad y peso del grano en las espigas que daba el cálculo de la cantidad cosechada por hectárea, cálculo que mi padre, que trabajaba de contable en una empresa del Norte y echaba una mano, buen conocedor no sólo del Sistema Métrico, sino de las medidas tradicionales castellanas, hacía de cabeza sin tener que usar lápiz y papel; del día idóneo para trillar la enorme cantidad de mies de las dos familias, de la preocupación por el clima. Corría el vino de La Ribera (que entonces no tenía denominación de origen y era el vino de mesa corriente) y la cerveza con gaseosa, el potaje de garbanzos de cosecha propia, el arroz con algún tordo convertido en tropezones o el sustancioso guiso de patatas con carne de cordero y pimentón cocinado en el fuego bajo; las codornices y perdices cazadas por el infalible Gabino en el monte un par de días antes y pacientemente peladas por las mujeres y los niños, la ensalada fresca con lechugas, cebollas y tomates de la propia huerta y la fruta del tiempo en grandes bandejas. El tabaco negro, los Farias, la copa de brandy 103 y el café de puchero. Y al trabajo de nuevo.
Grandes hayas centenarias en el paraje de Aguas Juntas. Riocabado.

A los niños también nos tenían empleados, había trabajo para todos. Nosotros, nos ocupábamos de subir a la hera de Los Casares litros y litros de cerveza con gaseosa fría para refrescar los resecos gaznates de los que trabajaban en la trilla bajo el duro sol de Agosto. Se suponía que los niños no bebían cerveza pero con gaseosa aquello era otra cosa. Y con aquel calor ¿quién no quería probar? Así que no siempre llegaban enteros los porrones y con frecuencia teníamos que volver rápidamente a reponer lo que nos habíamos bebido nosotros en el trayecto de la taberna a la hera. Bajo el sol implacable, la cerveza El Águila con gaseosa La Revoltosa estaba riquísima, irresistible. Tan buena cosa. No hay nada mejor en verano que un buen porrón bien frío de cerveza o vino con gaseosa, gran invento de la mejor ingeniería española. Ríanse, ni los ingleses, ni los alemanes ni los franceses todos juntos con toda su ciencia, fueron jamás capaces de tener ocurrencia semejante, tan práctica y refrescante, y la prueba es que cuando visitan nuestro país es de las primeras cosas que piden, tal es la fama del invento que no ha encontrado competidor ni sustituto en su larga historia.

Alguna vez, sólo llegó a la hera poco más que la espuma en el porrón, con el consiguiente enfado de los destinatarios del refresco que esperaban sedientos, sudando a chorros, cubiertos de pegajoso tamo, dolorosamente deshidratados ya cerca del mediodía. Las voces y aspavientos eran intimidantes: "Pero chiquitos ¿qué sus habéis creído? que eso no es p'a vosotros, me cago en los chiquitos, que no hacen cosa buena. Si queréis, que os den un jerigüai en la taberna, pero el porrón no se toca, el porrón es p'al que trabaja aquí ¿entendido? pues vamos, hombre, estos chiquitos". Sonaba a nuestro alrededor la algarabía de la bronca mientras esperábamos que pasara la tormenta, poníamos cara de santitos y de no lo hago más, le echábamos la culpa a Josean, el que iba más achispado, que se llevaba un par de tortas por borrachín y por incitarnos al vicio a los demás, y nos hacían ir a por más bebida bien recomendados de no repetir la travesura.
Riocabado con la Sierra de La Demanda al fondo, el pico

San Millán aún nevado y en primer término, el monte Uremen.

La trilla era un gran espectáculo de esfuerzo y polvo, paja brillante como el oro bajo el sol, golpes resonantes de tralla y voces desabridas, conversaciones de las mujeres y carreras de los niños. Se extendía una enorme parva y sobre ella, el trillo tirado por los dos caballos daba vueltas y vueltas hasta completar su acción de cortar la paja y separarla del grano. Esto duraba toda una mañana. Después, se rastrillaba la paja y aparecía el grano bajo ella mezclado con el corte más fino de la paja, el tamo, que había que aventar con bieldos hasta que quedaba un montón de grano limpio. Entonces, con una medida de media fanega, se repartía en serones o en sacos de algodón blanco que se llevaban al molino, salvo una parte que servía de pienso para el ganado. Así, día tras día durante una semana entera, hasta trillar toda la cosecha.

El trillo era un instrumento terrible, tenía el tamaño de una puerta grande, formado por tablones. Su parte delantera estaba curvada como una barca para facilitar su paso a través de la paja y en su parte inferior tenía incrustadas afiladas piedras alineadas y varias sierras de acero que en conjunto hacían eficientemente el trabajo. Con frecuencia, el que dirigía la faena solía estar subido al trillo para darle más peso, dirigiendo el tronco de caballos desde esa inestable posición. A veces, algún niño audaz se subía también, sentado junto al que manejaba, mitad como diversión y mitad para añadir peso, bien agarrado a la argolla central para no caerse y sintiendo la potencia del tiro de caballos arrastrándole como en un trineo sobre la gran parva.
El primigenio paisaje de Riocabado.

Inés, la orgullosa hija mayor de Celestina y el difunto Nazario,  interrumpió su animada charla mientras mantenía un ojo siempre vigilante sobre sus dos hijos. Un viento portador de malos presagios se había levantado, haciendo ondear su pañuelo blanco sobre la cabeza. De pronto, lanzó un grito desesperado llevándose las manos a la cabeza mientras todas las miradas se dirigían a la parva. Oscar, el hijo deseado, el favorecido por los Dioses, el niño más querido del pueblo, había caido bajo el trillo. Le había pasado por encima en toda su longitud de corte. Todos esperaban lo peor mientras rápidamente corrían a rescatar al que suponían gravemente herido, probablemente con horrorosos desgarros producidos por las afiladas cuchillas, tal vez ya muerto, bajo el brillo como de hilos de oro de la parva. La música enloquecida del Mal atronaba la hera mientras todos se afanaban en retirar la dorada paja en desesperada búsqueda del pequeño príncipe.

Otro hijo perdido para Inés, otra desgracia terrible, una más de tantas en aquella familia. La angustia se dibujaba tensa en el hermoso rostro de Inés, su altivo y desafiante perfil de reina de pie contra el cierzo sobre la hera, su pañuelo blanco anudado a la cabeza para sujetar su pelo rubio, tremolando al viento; sus grandes y bellos ojos verdes escudriñaban ávidamente la parva, mientras esperaba que trajeran a su hijo malherido o muerto, en el mejor de los casos marcado con horribles cicatrices para toda su vida.
Riocabado: la iglesia románica y el pueblo de noche. 

Foto: Javier García García. 
http://www.riocavadodelasierra.site90.com/Galerias.htm

Pero Oscar, sorpresa, se levantó él solito de entre las pajas, alegre y pizpireto como siempre y rascándose la cabeza. Absolutamente ileso, sin el mínimo rasponazo. La espesa paja entre su cuerpo y el trillo le había protegido de los cortes mientras nadaba instintivamente bajo la parva para salir de ella evitando el doble peligro del trillo y los caballos. José "Chelines", hijo de Cheles, el siempre buen amigo, lo alzó ante todos y se lo llevó a Inés que lo abrazó apretándolo contra sus senos generosos; se habló de milagro, muchos se santiguaron y algunos cayeron de rodillas dando gracias al Cielo. No era para menos. Cualquiera no sale indemne de semejante trance. La alegría volvió a la hera, la música del Bien sonaba festiva de nuevo. Y todos sintieron que por una vez, Dios les había favorecido salvando la vida del hijo más querido, del hermoso niño escogido para que todos vieran  que el Señor no les abandonaba y que de alguna manera, salvando a aquel pequeño príncipe, demostraba proteger a los demás pequeños príncipes del pueblo, Que el tiempo de las desgracias e incertidumbres había pasado para que llegase un nuevo tiempo de prosperidad y bienestar. Y así fue, porque desde entonces ningún niño de Riocabado fue nunca víctima de peligros y accidentes. A pesar de la pertinaz afición que teníamos los niños de meternos en toda clase de extrañas situaciones, a cada cual más arriesgada: desde montar a caballo a trepar por los riscos y árboles o incluso andar por los tejados como se nos ocurrió una vez.

El Domingo, Don Virgilio, el modesto cura, mencionó el incidente en su homilía, haciendo acción de gracias por lo que todos consideraban sin duda un milagro o al menos una clara intervención divina. Aquello hizo aumentar aún más la popularidad de los hijos de Inés, descendiente de antiguos reyes, especialmente del agraciado por la Fortuna Oscar. Al primo Josean le daba un poco de envidia tanto protagonismo y no paraba de contar bravuconadas de la capital, donde debía ser poco menos que Robin Hood si era cierto lo que contaba. Al poco, ya nos estábamos peleando. Y así terminó aquel hermosísimo día.