domingo, 12 de abril de 2015

Un paseo por SACEM.

Si uno va en tren hacia San Sebastián, puesta la mirada sobre los llanos terrenos que limitan las vías en la localidad de Villabona, aún puede verse en pie uno de los vestigios más gloriosos del opulento pasado industrial vasco. Un edificio que por la armonía monumental de sus proporciones y su considerable tamaño no puede dejar de llamar la atención del viajero, a pesar de que el abandono y el tiempo han dejado sus huellas en su lento trabajo de doblegar al coloso de hierro, hormigón y cristal.
Se trata, como muchos ya han adivinado, del señalado edificio SACEM, abandonada sede y talleres de esta desaparecida firma constructora de maquinaria pesada.
Vista general de la elegante fachada. Foto B.R.

Obra de 1942 del gran Luis Astiazarán y sin duda, una de sus más logradas creaciones tanto como a nuestro modesto entender, uno de los más bellos edificios industriales del mundo.

Hay referencias a este edificio en el libro "Gipuzkoa: guía de arquitectura,1850 - 1960", de autor o autora desconocido, publicado por la editorial Nerea en 2004. También se pueden encontrar en Internet multitud de páginas dedicadas tanto a la obra de Astiazarán como a este edificio:

"La fábrica SACEM es un edificio de estructura de hormigón, organizado a modo de un cuerpo unitario en el que se establecen dos espacios: el área de oficinas en la fachada principal, compuesta de semisótano, una altura y cubierta aterrazada, y el espacio productivo, organizado en naves con cubierta en dientes de sierra paralelas a la fachada. Al exterior aparece como un sólido bloque de gran contundencia, levantando incluso una pantalla en todo el remate del edificio para ocultar el shed y así reforzar el carácter compacto del edificio. Dispone de un gran pórtico sobre pilares en la fachada principal, que acogía el cuerpo de oficinas, en cuyo lienzo interior describe grandes ventanas de eje vertical sobre otras pequeñas ventanas apaisadas a sus pies y, por otro, partiendo de las fachada principal y desarrollándose en las fachadas laterales, describe ventanas corridas que a modo de bandas las recorren completamente.
En el espacio interior todavía se adivina la elegancia del área de oficinas con zócalos y escalera en mármol, con refinado pasamanos moldurados. Sin embargo las naves de producción, muy compartimentadas en la actualidad por los nuevos usos, muestran una gran sobriedad, desplegando toda la estructura de hormigón armado a la vista, y conformando un espacio de gran luminosidad.
Pintado totalmente de blanco este edificio resulta de una gran belleza formal. El juego de las líneas verticales del pórtico con las horizontales del cuerpo resulta magistral. La fábrica es definida como un paralelepípedo cerrado en el que únicamente muros, vanos y pilares articulan el bloque." (Asociación Vasca de Patrimonio Industrial y Obra pública) http://avpiop.com/es/patrimonio/sacem/12.
El monumental pórtico, deslucido por la falta de 

mantenimiento. Foto B.R.

Por todo lo cual, tenía unas enormes ganas de visitarlo. Y eso hice en dos ocasiones.

La primera vez, lo conocí aún en funcionamiento, casi en su esplendor. Yo me dedicaba a trabajar como representante para una empresa de aleaciones especiales y SACEM figuraba entre mis mejores clientes. Aquel día tenía planeado visitar la zona del Oria medio y la Fortuna me había permitido concertar por fin una cita con la famosa fábrica que tanto ansiaba visitar.

No es fácil obtener citas con clientes: llegaba a la oficina de San Sebastián a las ocho y me pasaba la primera hora de la mañana pegado al teléfono hasta conseguir unas doce citas de las que esperaba hacer venta al menos en una de ellas. Hecho esto, cogía el maletín negro estilo "ça-vas" de la compañía con el muestrario de aleaciones y el catálogo dentro, y salía a toda prisa en el coche rumbo a cumplir el primer compromiso del día, hacia las nueve y media: un taller pequeño con un tacaño jefe en el que no perdería mucho tiempo. En la segunda cita me fue mejor y conseguí hacer una venta. Aquel parecía un buen día. Nada mejor para un representante que despachar la jornada en las cuatro primeras visitas y tener la venta del día hecha a media mañana. Esto le quita a uno la tensión de sentirse obligado a vender y por eso mismo, incluso puede que acabe el día con más pedidos de los que esperaba. Naturalmente, había reservado el mejor momento de la mañana para SACEM. Después de haber vendido cinco libras de aleaciones especiales en la visita anterior, me sentía perfectamente motivado como para entrar en aquella fábrica emblemática con pie firme, seguridad en mí mismo, inspirada labia y sin llevar la cara de culo apaleado del agente comercial que lleva toda la mañana sin vender un palo de escoba.
La caseta del guarda con su voladizo. Foto B.R.

Era una mañana de primavera, fresca, con sol radiante.

Así que allí me presenté con mis aleaciones. Detuve el coche frente a la caseta del guarda, bajé y le informé de que me esperaban en la fábrica. Comprobó mis datos, consultó un listado, hizo una llamada y me abrió paso franco.
-Vaya directo a Recepción y pregunte a la señorita. Ahí le atenderán.
Me señaló la imponente entrada principal de la empresa. Siempre es elegante que te reciban por la puerta principal.
Llevé el coche al aparcamiento para visitas, me ajusté la corbata y cogí el maletín de agente comercial. Caminé hasta la monumental entrada, defendida por el potente pórtico sobre pilares tras el que se encontraba la gran puerta de dos batientes. Llamé y me abrieron tras anunciarme. Entré en un dilatado portal. Todo lo que veía era sobrio pero exquisito y de primera calidad, hecho para impresionar e intimidar al visitante tanto como para acoger y demostrar la capacidad, fiabilidad y pujanza que se esperaba de la compañía: la poderosa escalera de mármol, la elegante y funcional pasamanería, la pureza racionalista de las formas geométricas de todos los detalles, como la carpintería de maderas nobles o la gran lámpara que pendía del centro. Subí la escalinata hasta la recepción, donde me recibió la señorita que me había descrito el guarda. Esta me dio paso al interior y dio el aviso al interesado de que yo ya había llegado. El señor Recondo me esperaba, había estudiado Ingeniería y con apenas veinticuatro años ya era jefe de planta. Nos estrechamos la mano e iniciamos la visita.
Interior del atrio con la entrada principal. 
Se puede apreciar el lamentable estado de 
conservación y abandono. Foto B.R.
Recondo no sólo era un talentoso ingeniero mecánico, lleno de ideas e inagotable trabajador; también era una excelente persona y buen conversador, que bien informado de la importancia artística del inmueble no perdía la ocasión de mostrárselo brevemente (todo lo que su solicitado tiempo le permitía) a quien observara interesado por las seductoras formas arquitectónicas que la fábrica mostraba al visitante.
Así que, antes de entrar en materia de negocios, dimos una pequeña vuelta por las distintas dependencias del edificio. Este iba desplegando ante el visitante sus sorpresas, en una secuencia de diferentes sensaciones: la solemnidad y monumentalidad del pórtico y la entrada daban paso a unas oficinas extremadamente funcionales tanto como luminosas y alegres gracias a los sorprendentes efectos creados por la luz que, sin agobiar, entraba a raudales al interior. Quedaba clara la intención del arquitecto de humanizar el sórdido ambiente de las oficinas habituales en la época, creando aquel espacio diáfano donde la información podía fluir con facilidad y pensado para el mayor bienestar posible de la gente que trabajaría en él largas horas. Igualmente los amplios talleres dejaban clara esa impresión de crear un entorno laboral favorable a la facilidad de trabajo del obrero, que disfrutaba de instalaciones cómodas y la necesaria amplitud de espacio que lo dignificaban. El espacio dilatado y la luz tamizada inundando los enormes pabellones, iluminando con una luz irreal las gigantescas máquinas que allí se creaban, eran un bello espectáculo que se abría a nuesto paso mientras Recondo me iba conduciendo a la sección donde tendría que asesorarle para solucionar un problema técnico. Huelga comentar la clase de conversación que se desarrolló a partir de entonces, centrada en el mundo de las aleaciones especiales, la migración del carbono durante los procesos de soldadura y las grietas estructurales en ciertos elementos de máquina. Solucionamos el problema, me hizo un buen pedido y nos despedimos amigablemente. Pocos meses después, abandoné el mundo comercial y no lo volví a ver más.

Pasaron cerca de quince años durante los que la gran empresa cerró, provocando un terremoto social en la zona. Con el cierre, se añadió un problema al municipio: ¿qué hacer con el magnífico edificio? Su mantenimiento resultaba carísimo, dado el tamaño y la importancia del inmueble. Además, había sido declarado bien de interés cultural y patrimonio industrial vasco a proteger, gracias a una activa asociación de antiguos trabajadores y vecinos que velaron por la conservación de la obra de Luis Astiazarán.

Ignoraba por completo el destino final del edificio pero su poder de fascinación seguía provocándome calambres en las meninges cada vez que lo veía. Sabía que llevaba muchos años cerrado, eso sí. Finalmente, decidí acercarme con el coche y echarle un vistazo, esta vez como turista interesado en la obra de Astiazarán.

Era una fría mañana de Febrero.

El cielo estaba medio despejado y tenía la luminosidad melancólica que proporciona el Sol en esta época del año, cuando Orión gobierna el cielo del Este. Como es habitual, había helado aquella noche. El día era frío y seco.
El coqueto chalet vivienda del guardés, en su estado actual.

Foto B.R.

Ya no había nadie en la caseta del guarda, así que entré sin ninguna dificultad y me detuve en el mismo aparcamiento para visitas que había usado años antes. Bajé del coche y me ajusté la parka. Paseé alrededor de la fábrica contemplando la piedra deslucida, la descuidada jardinería, las maderas rotas, el ajado enlucido, la soledad indefensa del gigante. La desolación se había adueñado del gran edificio: restos de escombros, rastros de fiestas juveniles tumultuosas, groseras pintadas, suciedad y desorden general se acumulaban por todos los sitios donde antes reinaba la decente pulcritud del mundo del trabajo. El edificio vacío se había llenado de la vergüenza del abandono y de la tristeza de la indiferencia.

Mientras contemplaba por última vez el regio pórtico de la entrada, vi llegar a un hombre corpulento que también estaba de paseo por el lugar. Nos presentamos y resultó ser un jubilado de la empresa que solía acudir por allí todavía, como si esperase ver resucitar al titán. No teníamos prisa y conversamos durante un rato. Mis explicaciones sobre mi interés en la obra de Astiazarán y la inevitable atracción que el edificio SACEM me producía parecieron disipar su desconfianza inicial: quién sabe, tal vez podría ser un político liquidador llegado allí para convertir el solar en viviendas de protección oficial o cosa parecida. El antiguo maestro mecánico recordó los días de esplendor de su empresa y la caída final asfixiada por la mala gestión, la falta de inversiones y las deudas.

-Ya que eres escritor-, dijo el vigoroso veterano- cuenta esto: aquí, cuando se fue Pachi, los dueños se marcharon y se llevaron el dinero. Luego entraron a saco los sindicatos y terminaron de robar lo poco que dejaron aquellos. Esto quedó tocado de muerte y nunca se pudo levantar. Y eso que había pedidos, pero nadie quería invertir una perra en la empresa para renovar lo que había que renovar. Hasta que al final hubo que echar el candado y se acabó para siempre.

El viento ligero, seco y helado de Febrero empezó a correr entretanto, elevando en el aire leves torbellinos de polvo blancuzco que se desflecaban recorriendo el lateral de la fábrica como fantasmas errantes.

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