domingo, 13 de marzo de 2011

Zuekin... NEKEZ!!

Hace poco me enteré de que hay un grupo que ha osado ponerse el nombre de Nekez. Para los que vivimos la edad dorada de la verbena, sabemos que ese nombre en nuestro paisito equivale a unos Itoiz, Errobi o Akelarre. Un nombre que deja leyenda y prestigio asociados y que cualquiera no puede llevar con honor, igual que nadie osaría volver a llevar el nombre de Beatles, Led Zeppelin,..., so pena de hacer el más absoluto ridículo por simple agravio comparativo. Picado por la curiosidad de que tal vez tuviera alguna relación con la mítica banda, consulté en la red y accedí vía Facebook a su página. Por supuesto, no tenían nada que ver con lo que hubiera deseado encontrar; era un combo más de esos de grito fácil, letras cansinas hasta el vómito sobre lo de siempre y aspecto adocenado y aburrido. Posando además con ese aire amosquilado y enfermo de los hartos de satisfacción sin esfuerzo. No. Nada que ver. Salvo la indignidad de no merecer el nombre de Nekez.

Agárrala, si tienes huevos
 Para atreverse a llamarse así hay que tener mucho. Mucho de todo eso que hace grande a un grupo: leyenda, arte, carisma, hechizo, capacidad de fascinar, además de formación musical, mucho trabajo y honestidad profesional. Nada de eso tienen los actuales Nekez, mequetrefes impostores, así como  los verdaderos NEKEZ tenían esas y muchas más virtudes.
Una noche de invierno, un frontón a oscuras; contra el frontis, el escenario con un par de baterías de focos toscamente dispuestos iluminando tenuemente todo con luz roja y azul. Marea oscura de cientos de jóvenes agolpados contra el tablado, olor a porros, circulación de sustancias diversas, ansiedad patente esperando al grupo. De repente, la banda ocupa sus puestos, las luces iluminan ya con toda su intensidad, el equipo emite un sordo zumbido y la atmósfera se electriza. El órgano emite una sola nota grave en inquietante crescendo. El cantante envuelto en  plasma ionizado se adelanta al micrófono, ya ven, nunca supe su nombre:
-¡¡Zuekin... NEKEZ!!-
 Y la multitud estallaba en un alarido incontrolado mientras los Nekez, enormes, atacaban rocosamente la mejor versión de Peter Gun que jamás haya escuchado. Se lo juro, nadie ha tocado mejor ese tema que los Nekez, con tanto poderío y levantando un muro de sonido que te dejaba apabullado, con aquel set de teclados a lo Deep Purple, con Agustín con su Les Paul grana y oro como un acero candente, sus largas piernas y botas altas clavadas en el escenario, recortándose su bello perfil de héroe de las seis cuerdas contra la atmósfera teñida de rojo.
Y sólo era el principio de la fiesta. Luego repasaban los grandes hits del rock del momento, pero sin limitarse a el simple cover con la máxima fidelidad posible. Los Nekez mejoraban los temas que tocaban. Tenían el aval de ser buenos músicos, algo que hoy día se echa en falta tanto. Interpretaban para un auditorio que sabían exigente al que se debía tomar en serio, del que conocían sus gustos y que quería sentir toda la fuerza de la música en vivo. Y además eran muy buenos en lo escénico, a pesar de las limitaciones de la época.
También tuvieron su leyenda oscura, que les añadió ese aura led zeppelinera que tan popular era entonces. Sin embargo, su estrella finalmente cayó tras el suicidio incomprensible de Agustín el guitarrista.

Y ahora, enchúfala y disfruta
 Tuve la fortuna de charlar una tarde con él en la tienda que entonces tenía Patxi Gindulain en Urretxu. Yo era un adolescente y aquél era uno de mis héroes, qué les puedo contar: imagínense a su hija con un Back Street boy, comprenderán cómo me sentía yo. Agustín para nosotros era como Eric Clapton o algo así, le admirábamos con devoción. Encima Patxi me dejó tocar su bajo un rato... ¡el bajo Rickenbaker de los Nekez! Nadie tenía un bajo así en toda Euskadi en aquella época, era el bajo eléctrico más deseado y caro. Fantasías aparte, Agustín tenía una sólida formación musical además de un virtuosismo nato, disciplina y amor por la profesión. Fue el mejor guitarrista de su época, el más admirado, ante el que todos reconocíamos su absoluta superioridad.
Los supervivientes tuvieron desigual suerte. El primer bajista, Mikel Herzog, probó las mieles del éxito y llegó a la televisión. El segundo bajista, Patxi Gindulain que procedía de los no menos míticos Bries, no se dedicó a la música profesionalmente. De los Bries, por cierto, hablaré otro día; también merecen su espacio en B.R.. Tampoco se oyó hablar más del teclista ni del cantante. El batería, aquel tipo inolvidable, no sé si sigue vivo. Sus excesos eran legendarios.

Desaparecieron, pero los que tuvimos la suerte de haber vivido su apogeo nunca los olvidaremos.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Acheleishon!!

Debía ser el año setenta y ocho o nueve, más o menos. Un sábado al mediodía después del paseo mañanero por el mercado esperaba la hora de comer leyendo alguna tontería en el estudio que mi hermano y yo disfrutábamos en casa de mis padres. Un estudio cómodo con una mesa-pupitre de dos plazas con sus coquetas sillas y lámparas de lectura, moqueta verde, sofá... con un amplio ventanal desde el que disfrutábamos de amplias vistas.
Mi hermano entró en aquel momento interrumpiendo, como solía hacer con su desbordada extroversión, mi breve momento de relax.
El gran Pete Townshend
Traía los ojos inusualmente brillantes y abiertos, y venía canturreando una incomprensible jerga en un ritmo sincopado y extraño. De repente, me miró como embrujado, clavó sus pies en la moqueta con las rodillas muy separadas, alzó un brazo y señalando al cielo exclamó: ¡¡Acheleiiishon!!
El  Roc an rol  había llegado a nuestra casa.
-¡Ueeeehh, machufirolay aguachú aguarachú guarachei! continuó cantando en aquel idioma nuevo e incomprensible. Yo estaba completamente atónito. Y él de nuevo:
-¡Aacheeleeiiishoon!¡oh peibi alabiu machufirolay! ¡tócame la chorra y después los huevos!¡aguana clous chuyu peibe uacan uou!- y hacía gestos y ademanes que, por lo que de simiesco y primario tenían, sobre todo me recordaban a lo siguiente:
Ocurre entre los chimpas de toda Africa incluyendo Madagascar, también entre babuinos y papiones, pongos y mangabeys; a veces en las largas tardes tropicales, cuando los monos tienen la tripa llena y la satisfacción es general, uno de ellos se sube sobre un tronco caído, piedra grande o cualquier elevación que sirva de improvisado escenario, y ante la general algazara y curiosidad de los demás comienza su espectáculo de saltos, muecas, gestos provocadores (como menear la pelvis, exhibir los genitales, mostrar el ano...), acrobacias y en fin, toda suerte de monerías que el simiesco público recibe con naturalidad y de muy diversa manera, según el numerito sea de su agrado o no. Si les gusta, aplauden y jalean al provocador que sigue con su exhibición hasta que el siguiente en escena o los demás una vez visto el show le echan por cansino. Si por el contrario les aburre, o desagrada o se repite, sin más miramientos le arrojan guijarros y excrementos  hasta desalojarle del escenario. ¿Les es familiar esta escena?. A mí se me hace conocida.
Básicamente lo que hacen los grupos de música moderna es eso mismo.
Sólo que el público humano es o más paciente o sin duda más estúpido, pues ante esos arrebatos de ritmo machacón, ruido y gestualidad que llamamos canciones de cuyas letras mayormente no entiende dos palabras, no arroja guijarros, sino que inventa un significado que para él es válido.
Así, vemos corear de esta guisa: -ooolachuyujé oolachuyujá- a un jevi escuchando por ejemplo a los Metallica y lo mismo te suelta que son letras antisistema con todo aplomo y convicción. Esto fue un recurso muy utilizado en los ochentas por los grupos verbeneros que o ignoraban las letras, o las adaptaban al vascuence, con lo que resultaba que muchos creyeron en su día que los temas famosos de John Denver eran de los Egan.
El difunto Hermida, guitarra rítmico en los cutrísimos Onofri, cantaba de esta manera la canción Out of time de los Rolling:
-Peibe, peibe, peibe, ya jarochá, asei peibe peibe peibe ya jarochá...- ante el descojono general. A él le daba igual porque iba hasta las cartolas de caballo y encima creía que aquello era la revolución que siempre soñó. ¿Qué más podía pedir?.

viernes, 4 de marzo de 2011

El hermano Pedro

Hacia media mañana, tal vez aburrido o arrullado o turbado por el murmullo de la infantil grey doceañera, el hermano Pedro paseaba su mirada porcina sobre el tierno rebaño a sus pies buscando un corderito al que inmolar en el altar de su siniestra lubricidad. Inevitablemente sus gafas enfocaban al pobre Urzanqui, chivo expiatorio favorito, al que sus manos y puños no perdonaban un sólo día. Simplemente andaba caliente, el berraco. No había por parte del alumnado falta alguna que castigar, así que inventaba cualquier pretexto.
-¡Urzanqui! ¿de qué te ríes?-
Urzanqui palidecía ante lo inevitable, pese a lo habitual de la situación que soportábamos diariamente. Y en realidad no se reía de nada, no estaba haciendo nada ni bueno ni malo. Simplemente, el hermano Pedro tenía ganas de apalizar a un muchachito pálido, placer refinado donde los haya, y llevaba un buen rato observando a Urzanqui, su cordero sacrificial favorito, esperando cualquier gesto que lo volviera a convertir en víctima indefensa. Una sonrisa, que no risa, mirar a algún compañero, rascarse la cabeza, decir algo a otro.
-Urzanqui, ven aquí-
Gozaba como un cerdo viendo ponerse lívido de la cabeza a los pies al desdichado que temblaba, el pobre Urzanqui, veleta en huracán. Los demás conteníamos la respiración. No se oía una mosca. El hermano Pedro se erguía convirtiéndose ante nosotros en un Titán abominable, en un Saturno a punto de devorar a uno de sus pequeñuelos, numen terrorífico y desasosegante. La pesadilla se servía gélida como un áspic a media mañana.
El hermano Pedro se quitó el reloj. Solía suceder que cuando abofeteaba a algún estudiante la fuerza de inercia hacía salir despedido el reloj. A veces también la dentadura postiza salía volando como despavorida tras un alarido; cuando ocurría esto, cazaba la pieza al vuelo en décimas de segundo y la volvía a encajar de un golpe en las encías, todo sin dejar de gritar. Berlanguiano. Y aún felliniano.
Lo siguiente lo conocíamos bien. Hacía arrodillarse al infeliz y él se levantaba del estrado donde se hallaba la mesa del profesor. Se dirigía al Cordero con parsimonia, disfrutando el  momento. Con la bragueta prodigiosamente abultada. Se situaba sobre el arrodillado y le daba una fenomenal paliza a dos manos. Bofetadas pesadas, macizas, netas. Sonaban por todo el aula y su eco nos enloquecía de miedo y humillación. En aquel momento todos, desde el empollón mejor tratado al malvado de la clase, todos, enfermábamos de odio; odiábamos al mundo entero.
Nosotros, que habíamos nacido para amar.
Amar y ser amados, eso es lo que siempre quisimos.
Odiábamos el colegio, el patio de cemento desarrollista lleno de niños jugando al fútbol como idiotas, los profes fachas, las clases imbéciles, la mentalidad pacata y caduca, la falta de futuro, el director que nos trataba como a delincuentes juveniles. Odiábamos a los padres, las calles que pateábamos, la sangre que corría por nuestras venas, el pueblo nuestro y los pueblos de alrededor. Nos odiábamos a nosotros mismos por permitir que nos hicieran aquello. Imaginábamos las más tremebundas torturas para aquel abusón. Otros recurrían a robarle  pastillas a sus madres o a las salas de juego donde los primeros porros empezaban a quemarse .
Al hermano Pedro le gustaba pegar, pero tenía vicios aún peores. Sobar muchachos, por ejemplo. A veces citaba a alguien al final de clase. Una vez me tocó a mí acudir a una de aquellas citas.
-¿Nos sentamos o paseamos?-
Aquello tomaba un cariz siniestro, porque me la veía venir. Ya era experto en intentos de abuso y todos empiezan igual. El caso es que conseguí quitármelo de encima con astucias de zorra jovencita y altanera. Pero tuve suerte. Comentado el caso con los amigos.
-A mí me puso la mano en el paquete y me dijo ¿esto qué es, el huevito?-
-Yo le contaba que para hacerme pajas me cuelgo de los pies y me pongo en la cabeza unas bragas de mi vieja. El tío se ponía tan salido que me ponía sobresaliente en Ciencias.-
Al hermano Juan también le iba el rollo, pero más discreto; este prefería los de corta edad y les tocaba el culito y el pipí sin que se dieran cuenta ni sus mamis.
Luego  estaba Don Pablo, facha perdido en el tiempo que acabó por no saber por donde le daba el aire. Pero de ese nos ocuparemos otro día. También tiene lo suyo.