Hace poco me enteré de que hay un grupo que ha osado ponerse el nombre de Nekez. Para los que vivimos la edad dorada de la verbena, sabemos que ese nombre en nuestro paisito equivale a unos Itoiz, Errobi o Akelarre. Un nombre que deja leyenda y prestigio asociados y que cualquiera no puede llevar con honor, igual que nadie osaría volver a llevar el nombre de Beatles, Led Zeppelin,..., so pena de hacer el más absoluto ridículo por simple agravio comparativo. Picado por la curiosidad de que tal vez tuviera alguna relación con la mítica banda, consulté en la red y accedí vía Facebook a su página. Por supuesto, no tenían nada que ver con lo que hubiera deseado encontrar; era un combo más de esos de grito fácil, letras cansinas hasta el vómito sobre lo de siempre y aspecto adocenado y aburrido. Posando además con ese aire amosquilado y enfermo de los hartos de satisfacción sin esfuerzo. No. Nada que ver. Salvo la indignidad de no merecer el nombre de Nekez.
Para atreverse a llamarse así hay que tener mucho. Mucho de todo eso que hace grande a un grupo: leyenda, arte, carisma, hechizo, capacidad de fascinar, además de formación musical, mucho trabajo y honestidad profesional. Nada de eso tienen los actuales Nekez, mequetrefes impostores, así como los verdaderos NEKEZ tenían esas y muchas más virtudes.
Agárrala, si tienes huevos |
Una noche de invierno, un frontón a oscuras; contra el frontis, el escenario con un par de baterías de focos toscamente dispuestos iluminando tenuemente todo con luz roja y azul. Marea oscura de cientos de jóvenes agolpados contra el tablado, olor a porros, circulación de sustancias diversas, ansiedad patente esperando al grupo. De repente, la banda ocupa sus puestos, las luces iluminan ya con toda su intensidad, el equipo emite un sordo zumbido y la atmósfera se electriza. El órgano emite una sola nota grave en inquietante crescendo. El cantante envuelto en plasma ionizado se adelanta al micrófono, ya ven, nunca supe su nombre:
-¡¡Zuekin... NEKEZ!!-
Y la multitud estallaba en un alarido incontrolado mientras los Nekez, enormes, atacaban rocosamente la mejor versión de Peter Gun que jamás haya escuchado. Se lo juro, nadie ha tocado mejor ese tema que los Nekez, con tanto poderío y levantando un muro de sonido que te dejaba apabullado, con aquel set de teclados a lo Deep Purple, con Agustín con su Les Paul grana y oro como un acero candente, sus largas piernas y botas altas clavadas en el escenario, recortándose su bello perfil de héroe de las seis cuerdas contra la atmósfera teñida de rojo.
Y sólo era el principio de la fiesta. Luego repasaban los grandes hits del rock del momento, pero sin limitarse a el simple cover con la máxima fidelidad posible. Los Nekez mejoraban los temas que tocaban. Tenían el aval de ser buenos músicos, algo que hoy día se echa en falta tanto. Interpretaban para un auditorio que sabían exigente al que se debía tomar en serio, del que conocían sus gustos y que quería sentir toda la fuerza de la música en vivo. Y además eran muy buenos en lo escénico, a pesar de las limitaciones de la época.
También tuvieron su leyenda oscura, que les añadió ese aura led zeppelinera que tan popular era entonces. Sin embargo, su estrella finalmente cayó tras el suicidio incomprensible de Agustín el guitarrista.
Tuve la fortuna de charlar una tarde con él en la tienda que entonces tenía Patxi Gindulain en Urretxu. Yo era un adolescente y aquél era uno de mis héroes, qué les puedo contar: imagínense a su hija con un Back Street boy, comprenderán cómo me sentía yo. Agustín para nosotros era como Eric Clapton o algo así, le admirábamos con devoción. Encima Patxi me dejó tocar su bajo un rato... ¡el bajo Rickenbaker de los Nekez! Nadie tenía un bajo así en toda Euskadi en aquella época, era el bajo eléctrico más deseado y caro. Fantasías aparte, Agustín tenía una sólida formación musical además de un virtuosismo nato, disciplina y amor por la profesión. Fue el mejor guitarrista de su época, el más admirado, ante el que todos reconocíamos su absoluta superioridad.
Y ahora, enchúfala y disfruta |
Los supervivientes tuvieron desigual suerte. El primer bajista, Mikel Herzog, probó las mieles del éxito y llegó a la televisión. El segundo bajista, Patxi Gindulain que procedía de los no menos míticos Bries, no se dedicó a la música profesionalmente. De los Bries, por cierto, hablaré otro día; también merecen su espacio en B.R.. Tampoco se oyó hablar más del teclista ni del cantante. El batería, aquel tipo inolvidable, no sé si sigue vivo. Sus excesos eran legendarios.
Desaparecieron, pero los que tuvimos la suerte de haber vivido su apogeo nunca los olvidaremos.