Hacia media mañana, tal vez aburrido o arrullado o turbado por el murmullo de la infantil grey doceañera, el hermano Pedro paseaba su mirada porcina sobre el tierno rebaño a sus pies buscando un corderito al que inmolar en el altar de su siniestra lubricidad. Inevitablemente sus gafas enfocaban al pobre Urzanqui, chivo expiatorio favorito, al que sus manos y puños no perdonaban un sólo día. Simplemente andaba caliente, el berraco. No había por parte del alumnado falta alguna que castigar, así que inventaba cualquier pretexto.
-¡Urzanqui! ¿de qué te ríes?-
Urzanqui palidecía ante lo inevitable, pese a lo habitual de la situación que soportábamos diariamente. Y en realidad no se reía de nada, no estaba haciendo nada ni bueno ni malo. Simplemente, el hermano Pedro tenía ganas de apalizar a un muchachito pálido, placer refinado donde los haya, y llevaba un buen rato observando a Urzanqui, su cordero sacrificial favorito, esperando cualquier gesto que lo volviera a convertir en víctima indefensa. Una sonrisa, que no risa, mirar a algún compañero, rascarse la cabeza, decir algo a otro.
-Urzanqui, ven aquí-
Gozaba como un cerdo viendo ponerse lívido de la cabeza a los pies al desdichado que temblaba, el pobre Urzanqui, veleta en huracán. Los demás conteníamos la respiración. No se oía una mosca. El hermano Pedro se erguía convirtiéndose ante nosotros en un Titán abominable, en un Saturno a punto de devorar a uno de sus pequeñuelos, numen terrorífico y desasosegante. La pesadilla se servía gélida como un áspic a media mañana.
El hermano Pedro se quitó el reloj. Solía suceder que cuando abofeteaba a algún estudiante la fuerza de inercia hacía salir despedido el reloj. A veces también la dentadura postiza salía volando como despavorida tras un alarido; cuando ocurría esto, cazaba la pieza al vuelo en décimas de segundo y la volvía a encajar de un golpe en las encías, todo sin dejar de gritar. Berlanguiano. Y aún felliniano.
Lo siguiente lo conocíamos bien. Hacía arrodillarse al infeliz y él se levantaba del estrado donde se hallaba la mesa del profesor. Se dirigía al Cordero con parsimonia, disfrutando el momento. Con la bragueta prodigiosamente abultada. Se situaba sobre el arrodillado y le daba una fenomenal paliza a dos manos. Bofetadas pesadas, macizas, netas. Sonaban por todo el aula y su eco nos enloquecía de miedo y humillación. En aquel momento todos, desde el empollón mejor tratado al malvado de la clase, todos, enfermábamos de odio; odiábamos al mundo entero.
Nosotros, que habíamos nacido para amar.
Amar y ser amados, eso es lo que siempre quisimos.
Odiábamos el colegio, el patio de cemento desarrollista lleno de niños jugando al fútbol como idiotas, los profes fachas, las clases imbéciles, la mentalidad pacata y caduca, la falta de futuro, el director que nos trataba como a delincuentes juveniles. Odiábamos a los padres, las calles que pateábamos, la sangre que corría por nuestras venas, el pueblo nuestro y los pueblos de alrededor. Nos odiábamos a nosotros mismos por permitir que nos hicieran aquello. Imaginábamos las más tremebundas torturas para aquel abusón. Otros recurrían a robarle pastillas a sus madres o a las salas de juego donde los primeros porros empezaban a quemarse .
Al hermano Pedro le gustaba pegar, pero tenía vicios aún peores. Sobar muchachos, por ejemplo. A veces citaba a alguien al final de clase. Una vez me tocó a mí acudir a una de aquellas citas.
-¿Nos sentamos o paseamos?-
Aquello tomaba un cariz siniestro, porque me la veía venir. Ya era experto en intentos de abuso y todos empiezan igual. El caso es que conseguí quitármelo de encima con astucias de zorra jovencita y altanera. Pero tuve suerte. Comentado el caso con los amigos.
-A mí me puso la mano en el paquete y me dijo ¿esto qué es, el huevito?-
-Yo le contaba que para hacerme pajas me cuelgo de los pies y me pongo en la cabeza unas bragas de mi vieja. El tío se ponía tan salido que me ponía sobresaliente en Ciencias.-
Al hermano Juan también le iba el rollo, pero más discreto; este prefería los de corta edad y les tocaba el culito y el pipí sin que se dieran cuenta ni sus mamis.
Luego estaba Don Pablo, facha perdido en el tiempo que acabó por no saber por donde le daba el aire. Pero de ese nos ocuparemos otro día. También tiene lo suyo.
¿ No crees que exageras un poco ? se te ha ido la olla. Otros estuvimos ahí y no nos pasó nada...
ResponderEliminarSi estuviste en mi curso, sabes que lo que relato es absolutamente verdad, sin exageraciones ni falsedad o tergiversación alguna. Quedan muchos testigos vivos de aquello. Cierto es también que todo aquello desapareció. Con los nuevos tiempos vinieron nuevas mejoras en educación y los profesores fueron cambiando. También tuve alguno por fortuna íntegro y excelente profesor, como el recordadísimo y genial Don Gonzalo, que se ganó por siempre nuestra adhesión y respeto con su sencilla fórmula de sentido común y decir siempre la verdad.
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