En Riocabado, teníamos dos Carlis: el de la Anuncia y el de la Carmen. De este ya he contado alguna cosilla, porque solíamos ir con los caballos de su padre a cuidar las vacas por el monte. Hoy toca escribir sobre el peor alicate que ha pacido por esta bellísima sierra, que parece mentira que madre alguna pariese a semejante águila, con tanta buena gente que habita en esos pueblos. Pero así son las cosas y ocurre hasta en las mejores familias. La oveja negra, el mirlo blanco, el árbol que nace torcido y que no se puede enderezar por mucho esfuerzo y trabajo que se emplee en ello, cuyas bellaquerías y malas acciones avergüenzan a sus allegados y aún al resto del pueblo, que ve su buen nombre manchado por tales individuos, finalmente útiles como mal ejemplo para los niños.
Carlis, el de la Anuncia, siempre fue mal bicho. Tenía malos instintos ya desde temprana edad. Era diestro con el tirabeque y no perdonaba un cristal. Espantaba los ganados y hacía fuegos que dejaba sin apagar con mala intención. Azuzaba a los perros y martirizaba a los gatos. Abusaba de los niños más débiles que él y a la escuela sólo iba para provocar al maestro y armarla parda cuando tenía la mínima oportunidad. Siempre andaba solo y nadie se fiaba de él porque ir en su compañía significaba meterse casi con seguridad en algún mal asunto, o hacer alguna travesura perjudicial para alguien. Fantaseaba continuamente sobre cómo robar o quemar el pajar a los vecinos, de quienes siempre hablaba mal, o montar una banda callejera que aterrorizase a la comarca y le diera mucho poder, pero en realidad no tenía agallas ni casta para acometer acciones tan atrevidas. Los hombres de verdad también son buenas personas para sí mismas y para los demás; algo de lo que estaba muy lejos Carlis, el de la Anuncia.
Aquel verano, no llegaba el buen tiempo y no podíamos ir al río a bañarnos y tomar el sol. Deambulábamos sin rumbo fijo entre calles maquinando alguna manera de divertirnos. Mis tías nos habían echado de la taberna de mi abuela porque no les gustaba ver niños por allí, escuchando las cosas que decían los hombres después del café y la copa de brandy 103. Tampoco querían vernos correteando por la casa en penumbra y no nos dejaban subir al payo, el enorme desván, lugar de tantos misterios y diversión. Así que nos mandaron a la calle, a tomar el aire. En realidad nos habían dicho que nos fuéramos al monte a pasear, pero a mi primo Josean que era de la capi, eso del monte le parecía una claudicación. Y en cuanto a mi hermano, detestaba caminar. Así que paseábamos por las solitarias calles de pueblo, escuchando las bravuconadas de Josean, que mentía como respiraba.
Y en eso, al doblar una esquina en la calle de la casa de la Pascuala, apareció Carlis el de la Anuncia, con su cara de gilipollas sin remedio y su pajizo pelo rubio. Iba merendando una rebanada de pan de hogaza con nocilla, que le había manchado alrededor de la boca. Mi primo dejó de aparentar, mi hermano torció los morritos y yo abrí desmesuradamente los ojazos.
Vaya, problemas a la vista.
Carlis el de la Anuncia, se nos juntó irremediablemente, aparentando afabilidad y colegueo, pero no nos la daba. Ya sabíamos que pronto se buscaría un motivo para abusar de nosotros y sólo estábamos esperando ver a quién le tocaba esta vez. Dos calles más abajo, entre la casa de Isaac y la de la Pruden, ya nos estaba pegando. Probamos a tirarle piedras para que nos dejase en paz pero esto sólo consiguió empeorar las cosas. En un momento dado, Carlis el de la Anuncia le agarró a Josean por el cuello, poniéndolo contra la pared de mampostería del pajar anexo a la casa de Isaac.
-Ahora qué ¿eh?¿eh?- alardeaba el sinvergüenza sujetando al pobre Josean, que apenas le llegaba al pecho, con la lengua afuera.
-Sus voy a dar pal pelo bien a los tres, coño- amenazaba de veras el palurdo, disfrutando de su ventaja. Debíamos librarnos del abusón. Había que hacer algo, pero ¿qué?.
Y en aquel momento, esa precoz superioridad intelectual y moral que siempre me distinguió de la chusma volvió a manifestarse, acudiendo en nuestra ayuda.
Justo detrás de mí crecía una verde y jugosa mata de ortigas que, al observar los pantalones cortos de Carlis el de la Anuncia, me produjo una curiosa asociación de ideas. También había allí mismo un trozo de cartón, con el que pude agarrar firmemente y sin peligro de pincharme yo mismo, la brava y urticante ortiga de la sierra. Josean captó enseguida mi aviesa intención y mantuvo entretenido al fantasmón mientras me daba la espalda. Me acerqué sigilosamente por detrás y arrimé la ortiga a su pantorrilla, procurando restregarla bien contra el hueco de la rodilla y el interior del muslo, que es donde más pica.
El rufián saltó lanzando un aullido de dolor y desagradable sorpresa. Soltó a Josean, que le hizo burla con la lengua antes de salir corriendo con los demás. Pero antes de emprender la huída y para dejar bien claro que no sólo habíamos ganado, sino que éramos más guapos, más listos y más valientes, me planté delante y levantando las cejas y el dedo índice, sentencié con todo el aplomo que pude:
-Nosotros, los vascos, siempre luchamos y nunca nos rendimos.-
Y salimos corriendo ante el asombro de Carlis el de la Anuncia, que se quedó chasqueado, burlado y escocido. Dos calles más arriba, Josean empezó a discutir porque yo había dicho "nosotros, los vascos" y él no quería ser vasco para nada porque era español y además de Burgos capital y se sabía el Cara al Sol y el himno de la Legión. Yo le dije que nosotros, los vascos, somos los mejores y en Burgos estáis muy atrasados porque no tenéis ni fábricas, ni pueblos grandes, ni nada y sois todos medio analfabetos. Así que antes de media hora ya nos estábamos pegando otra vez. Y así terminó aquella felicísima tarde.
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