Don Pablo llegó resoplando como un gorila enloquecido. |
La vida era bella mientras en animada conversación jugábamos con las paralelas, trepábamos por las espalderas, intentábamos izar las halteras con nuestros débiles brazos, subíamos un par de nudos de la cuerda o nos colgábamos como chimpancés de las anillas olímpicas. A mí me solía gustar cruzar la escalera de mano horizontal que había que superar suspendido de los brazos, algo que se ve mucho en las películas norteamericanas de marines. Tampoco me agotaba haciendo este ejercicio, ni ningún otro. Prefería reservar mis fuerzas para pajearme compulsivamente, que era la actividad física principal que me ocupaba en aquella época. Justo estaba terminando penosamente la escalera, cuando los dos batientes de la puerta de entrada del gimnasio se abrieron violentamente de un golpe o tal vez patada.
Era Don Pablo. Venía resoplando como un gorila enloquecido, como una locomotora a toda máquina.
Todos miramos a la puerta, alarmados y detuvimos en seco toda nuestra actividad al ver la entrada del toro bramador. Todos menos Merino, que le salió a recibir alegremente, como si no pasara nada, en pantalón corto de deporte bien subido marcando su descomunal chorra nítidamente a través del fino tejido, con los brazos abiertos, cimbreante cintura y jovial actitud. El bueno de Merino iba para la profesional porque no se le veían luces para el Instituto. Con todo, había aprendido las virtudes del peloteo a tiempo. Pero Don Pablo detestaba a los pelotas, por lo menos a los pelotas del estilo de Merino.
Merino calculó los beneficios de recibir al profesor acompañándole cual atento secretario hasta el resto del grupo, pero esta vez algo le falló y con su -¡Eh, Don Pablo! ¿qué passa?- el simpático Merino se interpuso en el camino de la locomotora sin intuir el peligro.
Merino salió a recibirle jovialmente, meneando
la cintura y marcando paquete con sus ceñidos
pantaloncitos de deporte.
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Don Pablo le metió un hostión que lo mandó volando hasta el tatami de judo, dos pasos a su izquierda. Una hostia neta y resonante. Una hostia salvaje y abusona. Una hostia definitiva. Aún puedo oírla con claridad, restallando en la cara de Merino, cogido de lleno por sorpresa. Aún recuerdo como a cámara lenta, la mano abierta de Don Pablo atravesando el aire casi a la velocidad del sonido, hasta el tremendo y sonoro impacto, las gafas de Merino saliendo catapultadas por la inercia del salvaje bofetón y al propio Merino levantando los pies del suelo, despegando como un cohete detrás de las gafas, con sus mejillas tremolando por el desplazamiento de la carne al absorber el impacto; todo eso en el segundo aproximado que duró la secuencia en tiempo real. La mejor bofetada que habíamos visto desde la que Arbizu, el de inglés, le metió a Boticario unos meses antes: atravesó tres filas de mesas girando como una peonza, hasta detenerse contra la pared. Pero aquella la tenía merecida. Por chulo.
Mientras el noqueado Merino se recuperaba, recogiendo a tientas las gafas, levantándose cautelosamente del tatami y recomponiendo su desparramada cojonera, Don Pablo llegó como un ciclón hasta nosotros. Menos mal que Poza, el primero de la clase que se sabía intocable, veló por nosotros. Poza era un buen chaval, inteligentísimo y avispado, no crean que era el típico empollón, nada de eso, lo suyo era pura genética y los profes le respetaban casi como a un igual. Incluso yo reconocía su perfección mental. No es que fuera un genio, pero tenía sus cualidades. Con fría calma, haciéndose ver, Poza se adelantó y como delegado de curso, pidió con aplomo las pertinentes explicaciones. Don Pablo lo hubiera estrangulado a gusto, pero ante la superioridad aplastante de Poza, se contuvo. Al fondo se veía a Merino ya incorporado en el tatami, con las orejas de soplillo encendidas como faroles, atento a lo que ocurría pero manteniéndose en una distancia prudente, por si se le escapaba la segunda. Nos mandó secamente que nos cambiásemos y volviésemos a clase. La hora de gimnasio había terminado.
Cuando regresamos a clase, encontramos que todos los demás ya estaban allí, sentados ordenadamente cada uno en su pupitre. Un extraño clima se respiraba. Un silencio espectral de terror contenido atenazaba la clase entera. Nos mandó sacar el libro y los apuntes de Sociales y estudiar hasta el fin de la hora. Nadie rechistó. Más tarde nos enteramos de lo que había ocurrido. Al parecer, el Cajigas, un chaval del Instituto amigo de los malos de clase, había arrancado un grifo de las fuentes de agua potable que había en el patio. Don Pablo se había vuelto loco y se había liado a hostia limpia con Torres, porque se le puso chulo, y con el inocente de Goñi, porque sí. Al pobre Goñi le toco lo más impactante. Le pegó lo que quiso, mientras deliraba cosas de esta índole:
-Porque yo- tortazo -aquí- otro tortazo -soy un chulo- más tortazos.
-¿me habéis entendido?- serie de hostias seguidas sobre la cabeza de Goñi -un chulo. A ver ¡llámame chulo! ¡llámame chulo, coño!- y seguía dándole al pobre muchacho que no entendía a qué venía todo aquello.
Por fortuna, no me tocó esta vez ser testigo directo de tal bajeza moral. Pero fui informado con exactitud al respecto por los presentes que lo vieron. Media clase recibió lo suyo antes de que nosotros llegásemos. Siempre me pierdo lo mejor, vaya.
Hacía cuatro años que se había muerto el Caudillo y muchos de aquellos antiguos profesores, educados en el Régimen, veían tambalearse su autoridad con la pujante y rebelde nueva generación que iba con pelo largo, vestía vaqueros ajustados, se interesaba por la sexualidad, acudía a mitines del PCE y escuchaba aquella horrible música. Menos mal que los que vinieron detrás nuestro eran aún más rebeldes, más nihilistas, más hedonistas e infinitamente más vagos que nosotros. No les quedó más remedio que reconocer el signo de los nuevos tiempos y adaptarse o jubilarse.
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