El aire es sofocante en la cámara de sumisión. El látex terso, el brillante charol de plexiglás y el cuero negro flexible relucen sobre el cuerpo de las Dueñas, enjoyadas con acero inoxidable, que arrancan gemidos, contorsiones y rechinamientos a las sudorosas esclavas, suspendidas de cadenas y vestidas únicamente con su preceptivo collar con argolla y su anillo de O, de acero inoxidable, que son azotadas con virtuosa precisión. Es la calentorra física del placer sadomasoquista, misterioso y fascinante, elegante y refinado, vicioso y transgresor, excéntrico y extravagante, que cada vez cuenta con más adeptos en todas las clases sociales, pero especialmente en las que gozan de una elevada posición cultural. Como decía el Marqués, las personas especiales tienen gustos especiales lejos de las apetencias vulgares de la gente corriente. Y el BDSM ofrece un mundo de posibilidades de placer sin más límite que el de la propia imaginación.
Existen sufrimientos y torturas para todos los gustos, algunos tan depravados como la coprofagia o el fist-fucking. Pero sin duda, la práctica más elegante por su tradición y por la disciplina que exige su dominio, es la siempre refinada flagelación.
Sí; nada como el espectáculo de una complaciente sumisa ofreciendo su desnudez al terrible resquemor del látigo, flotando en ese trance de sexualidad teatral en el que entran los participantes, mientras una Dueña bien entrenada busca con mano experta los puntos más erógenos de su esclava. Nada como el temor tembloroso de la muchacha obediente mientras es desnudada, cada vez más excitada por lo que va a permitir que la haga su Señora, o su Amo, en la que ha depositado su total confianza. El gusto por las relaciones Ama/o-esclava/o tiene adeptos en todas las culturas, con diferentes variantes según la moral imperante en cada lugar. En todos sitios existe el denominador común de un sofisticado pacto en el que dos personas interesadas, casi siempre pareja estable, intercambian seriamente los términos y límites de su relación. No esperen que una mujer que luce un anillo de O se vaya a ir con el primer sinvergüenza que le proponga llevarla a su piso para zurrarla a su gusto. Eso sólo lo hará con su pareja, a la que considera Dueño/a y a la que se somete por voluntad propia como prueba de amor, porque le gusta eso como a otras les gusta el cine, el teatro o follar en los retretes de las discotecas; sin más.
La mayoría de mujeres que conozco, se pondrían como locuelas si se vieran ataviadas con las agresivas y glamurosas galas de charol rojo o negro, que convierten a las mujeres en lúbricos seres fantásticos de la Noche, liberándolas de la parte más represiva de su personalidad; calzadas con las botas de tacón de aguja que levantan las nalgas y obligan a contonearse al andar; vestidas con un ceñido corsé con apliques cromados, con los senos al aire; a otras les gusta llevar modelos que dejen a la vista el coño; también a muchos hombres de este ambiente, especialmente a los bien dotados, les gusta lucir su chorizo ostensiblemente tieso. Sé de muchos que desde que vieron alguna escena de sado suave, descubrieron en sí mismos el deseo de la sumisión, o de lo contrario, y se vieron arrebatados por un instinto irresistible que les arrastraba irremediablemente a la perdición, llegando a confesar abiertamente que a ellos lo que les va es que un par de tías en bragas les den tas tás con una fusta o lo que sea. Una vez convenientemente vestidos para la función, cada uno escoge su rol. Hay quien en realidad no puede vivir sin los zapatillazos de su madre, o los bastonazos de su profesor, y busca un sucedáneo conveniente.
Naturalmente, no se puede dejar de hablar del refinamiento alcanzado por los ingleses en este arte, a pesar de que muchos de ellos se quedan en el siempre reprimido spanking sin bajar las bragas. Una reminiscencia tal vez, del confuso placer que sienten muchos padres al azotar decentemente a sus hijas, o puede que viceversa, el recuerdo de las correctivas azotainas que te daba papi por haber sido una niña mala. A fin de cuentas, con frecuencia una cosa lleva a la otra y así se inician estas tradiciones familiares. Como en todo, en el arte de flagelar los ingleses son sumamente civilizados, van sobre todo a la teatralidad y a la parafernalia y rara vez se hacen daño de verdad. Aunque siempre hay a quien le gustan las sensaciones más fuertes y acaba ascendiendo de grado en la escala de la tolerancia al dolor, entrando en clubes muy privados donde se practica la flagelación auténtica, con látigos de verdad, de piel finamente trenzada, flexibles varas de fresno para la práctica del caning y terribles bastidores que permiten inmovilizar a la sumisa/o dejándolo de rodillas con las nalgas adecuadamente expuestas, crucificado, atado en aspa o suspendido de las muñecas, según las preferencias de cada cual. Allí resuenan los ahogados gemidos y rechinamientos que el látigo arranca a los esclavos; el semen se derrama a chorretones sobre ellos, que lo reciben en sus bocas con agradecimiento, sumergidos en la semioscuridad espesa que reina en la cámara de tortura.
Especialmente aficionados a darse mulé son los orientales y entre los orientales, nadie como los japoneses. Su cultura les inculca soportar estoicamente el dolor y no pierden la ocasión de demostrar sus virtudes en esta exigente disciplina espiritual. Así también tratan de compensar el pequeño tamaño de su pene, sumamente esmirriado comparándolo con la media occidental, insultantemente suficiente. No hay película erótica Coreana, Thailandesa, Camboyana, China o Birmana, en la que alguien no acabe bajo el sonoro látigo de un cruel amante o de una dominante esposa. Pero los japoneses alcanzan unas cotas de resistencia al sufrimiento físico dignas de admiración. Nadie domina como ellos el arte del bondage, el sofisticado y ancestral Shibari y la práctica del Kimbaku, que en Japón es un elaborado arte erótico al que se prestan muchísimas mujeres, no necesariamente sumisas, para percibir el aumento de la sensibilidad en sus zonas erógenas que las ataduras sabiamente aplicadas por expertos en esta antiquísima práctica producen, consiguiendo extenuantes orgasmos. Las japonesas son increíblemente cochinas con el sexo, les gusta hacer de todo y son lúbricas como gatas siamesas. Van mucho a lo psicológico, con situaciones extremadas o enfermizas, cargadas de tensión sexual a punto de estallar. Lo suyo es todo real, nada de los suaves látigos de tiras de neopreno que se usan en Occidente; llegan a levantarse la piel de las nalgas a latigazos y de hecho, lo normal para ellos es no parar hasta llegar a este doloroso extremo, que soportan con admirable paciencia.
Otro standard muy habitual y más doméstico, que usted puede probar para iniciarse, es el de atar a su chica en el bosque, suspendida por las muñecas de la rama de algún árbol, completamente desnuda o semidesnuda, para esto hay tantos gustos como parejas, y demostrarle su amor azotándola sin piedad mientras siente el viento del monte recorrer su cuerpo, una escena que recreó Buñuel en "Belle de jour". Otros, se montan la función en un granero o en una fábrica abandonada, según prefieran la estética campestre o la industrial. En fin, la imaginación humana es ilimitada, sobre todo para concebir nuevas variantes de placer. Encuentre la que le guste a usted y sorpréndanos.
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