viernes, 16 de marzo de 2012

Matar al primito Andresín

Aquellos días le había dado por llover y Riocabado se diferenciaba poco del País Vasco, salvo por lo rural y el silencioso aislamiento del pueblo de montaña. Así que nos metíamos en la casa de Juliana, la estrecha casa que mi madre alquilaba para aquellos veranos que en realidad eran largas estancias de tres meses. Desde la habitación grande del primer piso veíamos a través del balcón la lluvia en la calle y contábamos el tiempo que tardaban los relámpagos en dar paso a los truenos. La luz era monótona y gris, estábamos a mediados de Junio y menos verano aquello era cualquier cosa. Parecía que estuviéramos en Zaldibia durante el mes de Marzo o Abril. Todavía hacía bastante frío especialmente a las noches, y no nos podíamos bañar en el río hasta los primeros días de Julio cuando el sol templaba ligeramente el agua. Así estábamos mi hermano, mis dos primos, Josean y Andresín, y yo. Nos aburríamos como zoquetes.
Llevábamos un par de horas en aquella calma chicha. Habíamos jugado a las cartas. Nos habíamos contado todas las aventuras de la Primera Comunión que habíamos hecho aquel año. Luego habíamos jugado con las velas, no había luz eléctrica en la casa. Cuando nos cansamos de gastar velas, jugamos con las cerillas. Volvimos a jugar al tute con la gastada baraja, cosa que a mí me aburría enormemente. Yo quería ir al río también, aunque fuera a pescar boas y escarabajos acuáticos. El río estaba bien aunque no nos pudiéramos bañar todavía, siempre había algo emocionante allí. O asaltar algún manzano, otra de nuestras distracciones favoritas. Pero con aquella lluvia persistente aunque a ratos parase, no se podía hacer nada salvo mirar la sierra cercana y esperar, mientras por las calles sin pavimentar corrían las aguas en rápidas torrenteras hasta el lecho fluvial, tiñéndolo de rojo.
Para colmo, nos había tocado cuidar de Andresín, hermanito pequeño de Josean, a quien todavía asustaban enormemente los truenos y relámpagos, así que había que estar contínuamente atendiendo sus llantos y balbuceos temerosos. En un momento dado, el enano va y se nos caga en los pantalones.


Con ocho añitos ya apuntaba maneras y un precoz carisma que siempre
 me distinguió del resto de la chusma. ¿Verdad que era monín?.
Foto: B.R. el Blog de Bernar

Y ahí empezó el gran problema del día.

El caso es que mientras jugábamos al tute, Andresín bajó al portal nadie sabe a qué, probablemente a explorar como hacen todos los niños. La tormenta arreciaba y los truenos retumbaban entre los montes mientras los relámpagos y rayos ionizaban el aire. Al poco rato subió y entró en la habitación mientras seguíamos enfrascados en el juego, esta vez un subastado para variar. Andresín caminó hacia el balcón y entonces observamos horrorizados que la mierda cremosa se desbordaba a presión por la pernera derecha de sus prietos pantaloncitos.
-Hala, se ha cagao- creo que fui yo quien realizó esta aguda observación, no exenta de ese ya entonces precoz carisma que siempre me ha distinguido del resto de los mortales.
Josean intentó negar la mayor bravíamente.
-Mi hermano no es un cagao eh, a que te doy-
Pero mi hermano también había visto la mierda desbordante por el tierno muslo de Andresín, cada vez más aparente.
-Andresín se ha cagao- sentenció definitivo.
Josean se rindió a la evidencia, pero no quería comerse el marrón. Al menos no quería comérselo él solo.
-Hay que llevarle a que le cambie la amá.-
-No está, ha ido a la Paul, a los cebollinos-
-Pues la tía.-
-Se han ido todas con la abuela, a la Paul.-
En casa de mi abuela sólo quedaba Chuchín para atender la taberna. Tendríamos que arreglárnoslas solos.
-¿quién le limpia?-
-Pues tú, para eso eres su hermano.-
-Pues tú, para eso eres su primo.-
No nos poníamos de acuerdo y allí estaba el cabezón de Andresín con su mierda colgándole entre los muslos, berreando en modo martillo percutor. Llevaba todo el verano dándonos la lata y la verdad, nos tenía hartos. Por fin se calló tras comprobar nuestra indiferencia. La tormenta había cesado momentáneamente. En ese preciso instante, un frío destello de precoz genialidad en la tarde gris iluminó mis pupilas.

-¿Por qué no le matamos?-

En la calle silenciosa se oía el clop, clop, clop de la pata de palo del tío Lucio que bajaba de su casa hacia la taberna. De pronto, como si pudiera oir nuestros pensamientos, se detuvo ante nuestra puerta. Contuvimos la respiración durante un instante que nos pareció eterno.
-Está ahí, delante de la puerta- musitó mi hermano susurrando.
-Sabe que estamos aquí, entrará y nos matará para sacarnos las mantecas.- Josean siempre tendía hacia lo más funesto, el Tío Lucio, tuerto, con su peculiar rostro surcado de profundas arrugas, su desaliñado aspecto con aquel pesado capote militar que parecía tan usado como él, su colilla mugrienta colgándole del labio como un apéndice sensible y su pata de palo de roble con puntera de hierro, le acojonaba de veras.

-¿Qué hace? Seguro que nos espía- aseguré yo sospechando una oscura trama.
Permanecimos así, con el alma en vilo, hasta que el traqueteante veterano de guerra reinició la marcha, siempre con la misma pesada cadencia.
Clop,clop,clop, la maciza contera de hierro de la pata de palo resonaba en la calle arrancando chispas a las piedras, alejándose cada vez más.
-¿eh? Sí. ¿le matamos?-respiramos por fín.
-Sí, venga-
A todos nos parecía buena idea. El problema era llevarla a cabo. Yo propuse bajarle al portal, machacarle el cabezón con una piedra y enterrarle en la cortija. Pero no había nada suficientemente bueno para darle un buen golpe, ni tampoco palas para cavar y aunque las hubiera habido, sólo teníamos ocho años. Tal vez demasiado para nosotros. Además estaba el desagradable aspecto técnico del crimen, los golpes, la sangre y todo eso; así que pensamos en el veneno, pero ¿cual veneno? con eso pasamos otro buen rato. Luego, Josean dijo que matar es  pecado y que iriamos al Infierno. Yo le contesté que Niezstche dijo que Dios no existe. Josean se ofendió muchísimo y dijo que yo era un hereje y que iría derechito al Infierno aunque me confesara y arrepintiera. Yo no me corté un pelo y le dije que los curas son malos porque pegan y son todos maricones. Al final acabamos peleándonos entre los tres, que era como acabábamos normalmente. En eso estábamos cuando llegó mi tía Eulalia para recoger a Andresín. Este se puso a berrear en modo cuadrafónico superamplificado cuando vió a su mamá, echándose corriendo a sus brazos. Entonces mi tía Eulalia descubrió el pastel, o mejor, la mierda.

-¡Pero José Angel, so inútil! ¿no ves cómo está tu hermano?¡si está todo cagao!-
Mi primo Josean, temiendo que la bronca iba para él, reaccionó con prontitud, tratando de pasar la pelota al compañero.
-¡Mamaaaá, mamaaaaá, el primito Bernardo quería matarle a Andresín con una piedra y enterrarle luego
en la cortijaaaa!¡buuaaaahhh, buuuaaaaahhh, buuuaaaahhh!- confesó entre sollozos tan exagerados como falsos, el traidor.
Mi tía Eulalia tomó control inmediato de la situación, pero yo era más malo aún.
-¿Yoooooó? mentira, si lo has dicho tú y además querías ahogarle en el río- conjuré con arrojado aplomo y una carita de santo incontestable. Lo del río lo inventé sobre la marcha, me quedó de lo más creíble. Y con mi camisita de cocodrilo, mi chaquetita de punto, mis pantaloncitos de la modista de Ordizia y mis sandalias de Leku-ona con medias de sport azul marino, estaba vestido para afrontar lo peor, para ser gallardamente ejecutado por un pelotón de fusilamiento, así que eché toda la carne al asador.
-¿A que sí?- miré a mi hermano sabiendo que se haría mi cómplice. Le encantaba ver cómo el primo Josean se la cargaba siempre, así que calló expresivamente.
-¿Pero qué piedras ni qué ocho cuartos? ¡Jose Angel!¡Con lo listo y bueno que es tu primo Bernardito!¡Ya podrías aprender de él!- bramó mi tía Eulalia, aumentando de tamaño prodigiosamente mientras se acercaba amenazadora.
Mi tía Eulalia, muy bregada en asuntos de muchachos, zanjó el asunto con dos sonoros bofetones que se ganó Josean por acusica. Luego se lo llevó a él de las orejas entre quejidos y a Andresín de la mano.
Y así terminó aquel hermosísimo día.



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