jueves, 29 de marzo de 2012

¡Al galope!

En Riocabado no había mucho que hacer para los muchachos de doce años, así que a las tardes me iba con Carlis el de la Carmen (el otro era Carlis el de la Anuncia) a recoger las vacas con los caballos. Primero recogíamos los caballos que habían pasado el día en un campo, pastando plácidamente la fresca hierba de sombra. Montábamos e íbamos a por las vacas que estaban en otro campo, más lejos. Llegados a las vacas, desmontábamos y dejábamos que los caballos pastasen a sus anchas. Carlis contaba las vacas. Al principio lo hacía él solo, pero después de unas semanas yo ya conocía todas las vacas, incluso de quién era cada una, así que le ayudaba. Una vez contadas y antes de llevarlas a ordeñar al establo, mientras el sol se ocultaba tras El Manquillo, recogíamos leña y haciendo un fuego asábamos las manzanas que habíamos recogido por el camino, de algún manzano convenientemente sacudido.


A veces venía con nosotros Nines, la de Cheles, que a mí me gustaba mucho. La vaquerita era de mi edad, rubita y muy mona, delgada, blanca, valiente y montaraz. Al ser de familias ganaderas sabían muchas cosas del campo, así que no faltaba conversación alrededor del fuego mientras devorábamos las manzanas convertidas en aromática crema. Los bichos del campo revoloteaban al atardecer y las flores olían con mayor intensidad perfumando la brisa de la montaña. A lo lejos se oía a veces el ladrido de algún corzo, un perro o el ulular de un búho. Todo era armonioso en el paisaje primigenio. Pero aquella tarde, hubo un cambio en el programa y en vez de la bonita Nines, con sus ojazos verdes y su naricilla quemada por el sol, se vinieron con nosotros mi hermano y Chorriminga.


Chorriminga ya no veía la peligrosa vía. Estaba corriendo el Grand
National y tenía que ganar por dos cuerpos fuera como fuera.

La intuición de que la tarde no acabaría bien revoloteó ante mis ojos como una traviesa libélula.

Las vacas estaban más lejos de lo habitual y tuvimos que tomar otro camino. Nos gustaba poner al galope los caballos pero aquel día éramos cuatro muchachos para dos monturas. Mal asunto. Para colmo, mi hermano no estaba muy acostumbrado a montar y los caballos no se le daban muy bien. A veces, hasta notaban su miedo y directamente le tiraban al suelo sacudiendo la grupa. Decidimos ir Carlis y yo en el tordo y mi hermano con Chorriminga en el otro.
Dejé que Carlis dirigiera  y yo me senté atrás, en la grupa, mientras en el otro caballo, un campero color rojizo con una franja blanca cruzándole la frente, Chorriminga se aprestó a demostrar sus buenas cualidades de jinete sentándose a las riendas, opinase mi hermano lo que opinase. Los dos querían ir delante pero Chorriminga era inconmovible.
-Mmm..no. Mm..yo suelo practicar equitación en el club de campo de mi colegio y soy el que tiene mejores cualidades ...mmm... de jinete mmm..., así que me corresponde el mando. Tú irás detrás.-
Añadió algunos argumentos incontestables más sobre su aplastante superioridad física y mental y sin más dilación se subió a una piedra y de un salto sentó a plomo su macizo culo sobre el lomo del pobre animal. Mi hermano pasó sus apuros tratando de encaramarse a la grupa pero al final lo consiguió.
Ir atrás en un caballo no es muy divertido. Imagínense ir atrás en una moto de esas estilo Mobylette o Scooter y tendrán la idea de lo inseguro que se siente uno en esa posición. Para un más difícil todavía, montábamos a pelo, sólo con las riendas y la manta y muchas veces sin nada más que las riendas, con las piernas desnudas sobre el pelo del animal. El caballo tiene una altura considerable de casi dos metros desde el suelo. Si te caes a toda velocidad, te das un buen golpe. Así que tener total confianza en el que lleva las riendas es fundamental.
Llevávamos un buen rato al paso y llegamos a lo que fue una vía de ferrocarril, un camino recto y despejado; aún tenía balasto a los lados, pero eso no es problema para los caballos. Carlis arreó al nuestro con la punta del ramal y nos lanzamos al galope. Detrás Chorriminga por fín vio su momento. Cogió el ramal y con un estilo que ni el Cid Campeador arreó al robusto alazán a galope tendido. Los caballos estimulados por el fresco aire de la tarde, corrían como el viento dándose al placer de la carrera. Pero Chorriminga se lo tomó en serio y su aplastante superioridad física y mental le ordenó que debía ganar esa carrera.

Chorriminga ya no veía la peligrosa recta flanqueada por el balasto, estaba corriendo el Grand National.

Horrorizado, mi hermano comprobó que el atlético y motivado Chorriminga espoleaba al caballo tratando de adelantarnos a Carlis y a mí, que simplemente íbamos disfrutando del galope. Tenía que ganar fuera como fuera.
-Mm..venga,..mm.. hay que pasarlos mm..por un cuerpo de ventaja...mmm..mmm....- Chorriminga estaba fuera de sí, completamente concentrado en su objetivo.
Aquello llegaba más lejos de lo que mi hermano estaba dispuesto a tolerar. Iba de un lado a otro de la grupa y sentía que se iba a ir al suelo de un momento a otro.
Debía hacer algo rápido.
Y lo hizo.
Primero agarró a Chorriminga y le tiró del caballo.
Luego, se tiró él encima de Chorriminga para no dársela contra el balasto. Siempre es mejor caer en blando.
En lo mejor del galope, Carlis y yo oímos las voces traídas por el viento a nuestras espaldas. Al principio no les hicimos caso, pero pronto caímos en la cuenta de qué se trataba. Carlis detuvo el caballo y al girarnos, les vimos a los dos incorporándose del polvoriento camino mientras su caballo pastaba tranquilamente en la orilla. Nos acercamos y nos apeamos del caballo. Algo no iba bien. Chorriminga se quejaba del golpe en un brazo. De pronto, vimos que el antebrazo le colgaba grotescamente. Se le había dislocado. Mi hermano, ni se había despeinado las melenas. Qué suerte.
Pero Chorriminga ni por ésas se arredraba. La verdad es que para tener doce años ya era todo un hombre; solía presumir ante nosotros de que ya le habían salido pelos en el pito y de que eyaculaba semen auténtico como los hombres de verdad; momentos como ese le motivaban especialmente, provocándole una elevación en sus niveles de testosterona que por lo general ya eran procazmente altos. Apenas exhaló una breve queja y rápidamente tomó control de la situación y se puso a dar explicaciones técnicas. Había que devolver el brazo a su sitio de un tirón una vez comprobado que no se había roto, una maniobra común en traumatología pero tal vez excesiva para unos muchachos de doce años bastante alterados. Carlis no se atrevía a dar el tirón, mi hermano menos y yo no tenía fuerza suficiente.
-Está bien. Agarradme fuerte. Carlis, sujétame los hombros. Oscar, la cintura.-

De nuevo el destino me colocaba ante los demás como imparcial testigo y cronista, iluminando cual impertérrito faro la palmaria verdad, consecuencia sin duda de mi ya entonces notablemente elevada condición moral.

Y él sólo se las arregló para darse el tirón y encajar el brazo en el codo.
-¡Aaaaaggggh!-
Chorriminga lanzó un alarido estentóreo a la vez que efectuaba un tenso esfuerzo muscular. Probablemente para darse valor, parte de su depurada técnica de socorrista de la que más tarde nos daría extensas explicaciones.
-¡CROOOOOJJ!- el brazo al encajar en la articulación sonó de un modo espeluznante, pero ante nuestro asombro, quedó perfecto. Después del dolor inicial que aguantó estoicamente dando unos saltos espasmódicos, Chorriminga volvía a mover el brazo sin problema. Lo hizo. Pero la impresión y el ruido del hueso al encajar nos dejó lívidos. Chorriminga ya pasado el mal rato se puso blanco como un papel, tornándose al poco verde como una manzana, invadido por un sudor copiosísimo que le goteaba por la frente. Nos temblaban las piernas y nos sentamos en el suelo. Estábamos tan acojonados que uno tras otro nos fuimos levantando para orinar. De repente, Chorriminga había perdido todo su aplomo. Ya no daba sus explicaciones técnicas, sino que balbuceaba torpemente. Nadie quería seguir a caballo, así que me hice cargo yo de las bestias mientras los otros tres seguían a pie. Salté suavemente sobre la grupa del caballo tordo y tomando al otro por el ramal les seguí al paso, siempre procurando evitar que el robusto campero alazán se acercara demasiado. Los caballos no se suelen llevar demasiado bien entre ellos y a menudo se muerden.
Lo único que le preocupaba ya a Chorriminga era que no se enterase nadie del lance, especialmente su terrible abuela, en cuya casa pasaba el verano.
Una vez en el pueblo, acompañamos a Chorriminga a la noble y enorme casa solariega de sus abuelos, con muros de sillería y techos altísimos. Disimuló lo imposible ante su abuela, más inquisidora que nunca, y después de cenarse una careta de cerdo asadita, se fue a la cama. El bruto de él no se tomó ni una aspirina con tal de aparentar. Al día siguiente era domingo y nos vimos todos a la entrada de la iglesia, bajo la sombra de la gigantesca Olma. El día era soleado y fresco, como suelen ser los días de verano en la Demanda. Charlamos brevemente mientras las campanas daban las últimas y entramos a misa. Nadie sabía nada. Chorriminga estaba muy pálido todavía pero por lo demás parecía prácticamente recuperado y el brazo ya no le molestaba; subió al coro con mi hermano y algunos amigos. Carlis por aquel entonces oficiaba de monaguillo así que entró directo en la sacristía. Yo me quedé en los bancos. La misa transcurría con la eficiente cadencia que el veterano Don Virgilio daba a la ceremonia. Llegó la homilía con las reflexiones sensatas y la fé de campesino de D. Virgilio. En un breve instante de silencio, un hondo lamento gutural inundó la iglesia seguido de un golpe sordo, un pesado cataplom como de un saco de cemento cayendo al entarimado. Todo el mundo miró hacia el coro, de donde procedía el barullo. Allí todos los hombres se apresuraban a rodear un bulto que yacía en el suelo.
Era Chorriminga, que se había desmayado.

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