En Agosto, se cosechaba el centeno y el ajetreo en la casona de mi abuela era intenso y acalorado. Mis tías iban contínuamente de un lado a otro, ora haciendo las camas, ora atendiendo la taberna, ora bregando en la cocina, ocupadas sin parar en los mil quehaceres de aquella hacienda, una de las grandes del pueblo. Para ahorrar costes y agilizar la cosecha, nos juntábamos con la familia de Cheles, que ponía los caballos para la trilla; se agregaban por lo general algunos jornaleros, no más de cuatro, todos los años los mismos, así que eran como de la familia. Para echar una mano a todo, es un decir, estaban los veraneantes que en Agosto abarrotaban la taberna desde la mañana hasta bien entrada la madrugada.
Había trabajo para todos, para los niños también.
-Bernardo, vete con la tía Mari a la huerta de los Casares, que hay que traer lechugas para la comida.- Y me iba con mi tía Mari, que había venido de París a pasar unos días, a por lechugas a la huerta de los Casares, destinada a las hortalizas mejor regadas.
-José Angel, vete con Chuchín a dar vuelta a la hierba al prado del Molino Arriba.- Y a mi primo Josean le tocaba joderse un rato dando vuelta a la hierba bajo el sol seco del verano castellano. A veces nos tocaba ir a los tres a eso de dar vuelta a la hierba. Se coge una horca y se le da vuelta a la hierba cortada ya seca por un lado, para que el sol la seque por el otro. Es un completo tedio, pero es peor cavar patatas. Así que se tenía como labor de muchachas y niños, para ir aprendiendo el campo. Mi hermano siempre nos ganaba en hacer su línea y marcharse a la sombra. Luego, volvíamos a la casa, pero no a descansar.
En la cocina ya estaba encendida la lumbre y se veía un gran puchero sobre un trébede de hierro, hirviendo junto al fuego, atendido por mi abuela. Mi madre estaba en la plaza, haciendo toda la compra. Mi tía Mari y yo habíamos regresado de la huerta con lechugas y cebollas. Mi tía Mari Nieves pronto encontró la manera de echarnos a mi hermano y a mí de la cocina.
-A ver chiquitos, cogeros una horca cada uno y marchad al Molino Arriba con vuestro primo, para ayudarle.-
Dimos vuelta a la hierba de todo el prado, media hectárea más o menos, y regresamos a casa. dejamos las horcas y nos marchamos al río. Nadamos un rato en las frias aguas de la presa hecha por nosotros mismos y nos fuimos a comer antes de que los hombres regresaran del campo, hambrientos, sudorosos y quemados por el sol y el aire, dejando a su paso un fino rastro de pajas de centeno. Entramos en tropel en la cocina alborotados en confuso catacrac. Mi tía Eulalia ya se había ocupado de ayudar a mi abuela en la cocina. Todo estaba listo y nos mandaron pasar al comedor porque no había sitio en la cocina.
El comedor era grande, con un balcón que lo iluminaba generosamente. Tenía una gran mesa central que se había cubierto con uno de esos amplios manteles de hule que se ven en los pueblos. A los niños nos encantaba comer allí porque eso significaba fiesta u ocasión importante, digna de figurar en los anales familiares. Nos sentamos a la mesa y esperamos la comida. Para beber, nos habían puesto agua, gaseosa y para dar algo de color a la gaseosa, vino tinto. Sólo para colorear, que quede claro.
A mí, lo que me gustaba para beber era leche pasteurizada de vaca, fresquita y embotellada, no esa leche directamente de la vaca que consumían allí, pero como tenía sed, me puse un vaso hasta arriba de gaseosa y le puse un dedo de vino. Mi hermano hizo lo mismo, pero con menos gaseosa y algo más de vino. Josean se quiso hacer el hombre y se sirvió un vaso casi hasta arriba de vino tinto, con un par de dedos de gaseosa para disimular. Y ante nuestros ojos atónitos se lo bebió sin pestañear de un trago y se sirvió un segundo tintorro como el anterior, con dedo y medio de gaseosa. Mi tía Mari entró con una fuente de patatas a la riojana, nos sirvió abundantemente y se marchó de nuevo a la cocina.
-Jó, otra vez patatas- refunfuñó mi hermano. A mí tampoco me gustaban. Bueno, a mí es que no me gustaba nada. Mi madre decía que comía muy mal. A pesar de todo hice un esfuerzo y metí la cuchara en el plato, consiguiendo llevar una patata hasta mi boca. Mastiqué despacio mientras Josean empezaba a sentir los primeros síntomas de alcoholemia.
-Jose Angel, es de mala educación hacer tonterías en la mesa.- Corregí a mi descarriado primito con mi habitual aplomo y autoridad intelectual.
Josean contestó balbuceando mientras mi hermano, siempre amigo de adherirse a todo lo que prometiera diversión, empezaba a imitarle peligosamente, aumentando el porcentaje de vino tinto en la composición de su bebida. Pronto estuvieron los dos diciendo tonterías, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes bailando en sus órbitas. Y los platos, a medio comer. Por una vez, yo les había ganado y ya me había terminado las patatas a la riojana de mi abuela. En eso, entró mi tía Eulalia a interesarse por la marcha de la comida. Y pronto vió que algo no marchaba bien.
-Anda Bernardo, si has terminado el plato antes que estos dos...- y se les quedó mirando con sospecha. Entonces empezaron a decir tonterías al unísono. Mi tía Eulalia entonces observó los vasos ya casi vacíos pero de inconfundible color rojo oscuro, las mejillas encendidas como candiles y los ojos chispeantes, especialmente los de Josean, que no podía ya sujetarlos firmes en sus cuencas.
-Pero,¿qué habéis hecho? ¡¡José Angel!! ¿cuánto vino habéis echado a la gaseosa, eh?-
Josean trató de explicarse:-Le hemos echado gasolina, glé, glé, glé- balbuceó tratando de salir con dignidad de la inminente pillada.
Aquel era un momento que no debía desaprovechar para dejar clara ante mi tía, mi altura de miras y preclara disposición a la siempre sana rectitud moral, así como mi agudo sentido de la observación y el juicio crítico.
-José Angel se ha tomado dos vasos enteros de vino con nada de gaseosa y mi hermano uno- y además precisé levantando el dedo índice - Enteros, hasta arriba, tía Lali-
-Pero... ¡¡José Angel!!¡¡ Pero si se le caen los ojos, Ay tu madre!!- bramó al darse cuenta del lamentable estado de mi primo, ya incapaz de hablar con claridad y de mantener firme la mirada que se le iba de un lado a otro.
Mi tía Eulalia le propinó dos sonoros bofetones a Josean que, la verdad, los tenía bien merecidos. El alcohol siempre me pareció un vicio denigrante y bajuno.
-Hala, a la cama. Mira tu primo Bernardo, qué juicioso es. Sinvergüenza.-
-Pues sí- apunté levantando las cejas, componiendo una expresión justiciera. Acto seguido se dirigió a mi hermano, que reía bobaliconamente.-Y se lo voy a contar a tu madre, para que lo sepas. ¡Borrachines!- Cogió a Josean de la mano y se lo llevó a tortas hasta la habitación contigua al salón. Le bajó los pantalones y la panadera que le dió resonó por todo el pasillo. Terminado el ejemplar castigo, le desnudó, le lavó la cara con agua fría y le metió a la cama toda la tarde.
Y así pasamos aquel feliz día.
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ResponderEliminarYa me dijiste que esta historia era rigurosamente cierta. Y te creo. Más que nada por dos cosas: porque oigo perfectamente a la tía Lali hablando como lo explicas y porque, aunque era muy pequeña, recuerdo el asco que me dió ver como os bebias la leche directamente de la botella de la nevera una vez en Zumárraga (mi odio por los lacteos en general y el queso en particular es genetico, rama Pereira).
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